viernes, 19 de diciembre de 2008

Urgente reforma de la Constitución española hecha a medida de las castas políticas











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Carlos Sánchez

“A todos los que la presente vieren y entendieren, sabed:
Que las Cortes Generales han aprobado y Yo vengo en sancionar la siguiente Ley”.

Encabezamiento de la Constitución Española de 1978

El riesgo de que facciones políticas se apoderaran del Gobierno fue una de las principales preocupaciones de los padres fundadores de la Constitución americana. James Madison llegó a advertir de ese peligro. Temía que determinadas élites políticas usaran la ley fundamental para defender sus propios privilegios en lugar del interés general. Y Alexis de Tocqueville, durante su célebre viaje americano, llegó a observar que los ciudadanos tendían a convivir con sus gobernantes de una manera casi patológica.

Comprobó que los votantes preferían un cierto paternalismo que les eximía de tomar sus propias decisiones en lugar de avanzar hacia el autogobierno, lo que a priori era más coherente con la figura del hombre libre dueño de su destino, tan ensalzada en aquellos días. Estamos, sin duda, ante un principio fundamental de la filosofía moral de la que se deriva todo el ordenamiento constitucional. Lo que les interesaba a los primeros constitucionalistas era formar hombres de bien que, al mismo tiempo, actuaran como buenos ciudadanos, el ideal socrático.

¿Cumplen ambos preceptos la Constitución española? ¿Evita la Carta Magna la formación de oligarquías partidistas que actúan en interés propio? ¿Fomenta, al mismo tiempo, la participación ciudadana en la cosa pública? No parece que eso sea exactamente así. En el primer caso, las resistencias a modificar la Carta Magna de 1978 ponen de manifiesto la existencia de una oligarquía de partidos que no parece dispuesta a dilapidar sus privilegios en aras de perder su capacidad de control sobre la actividad de la clase política. Las listas cerradas son un buen ejemplo de ello. Un sistema abierto rompería el monopolio del poder que alternativamente se reparten gobierno y oposición. Al mismo tiempo, la ausencia de mecanismos que fomenten el debate público cercena la capacidad de influencia de los actores sociales en las decisiones del poder político. La inexistencia de consultas populares sobre asuntos de especial transcendencia (nada que ver con el referéndum ilegal de Ibarretxe) es una buena prueba de ello.

Si a esto se une el hecho de que -en el caso español- se ha instalado en el debate social una especie de necrofilia política difícil de entender, el resultado no puede ser otro que una calidad de la democracia manifiestamente mejorable. Lo de la necrofilia política no es un juicio de valor. Es, más bien, una constatación. Los medios de comunicación andan estos días celebrando el trigésimo aniversario de la Carta Magna, pero en lugar de mirar hacia el futuro identificando ineficiencias constitucionales o posibles soluciones para crear un mundo mejor, se dedican a analizar las tripas del pasado como Indiana Jones buscaba el templo maldito. El reciente debate entre Santiago Carrillo y Manuel Fraga en televisión es una buena de ese ejercicio de arqueología política rayana en la necrofilia. Que al final se enzarcen sobre Paracuellos dice mucho sobre la altura intelectual y el sentido de la oportunidad del debate político.

Reformas por la puerta de atrás

Reformar la Constitución para hacerla mejor, sin embargo, se presenta hoy como algo más que una necesidad. No para liquidar el texto de 1978 -sin duda uno de los grandes hallazgos de la democracia española por su capacidad para crear consensos tras una dictadura y una dolorosa Guerra Civil- sino para hacerlo más fértil, y, sobre todo, más creíble para una generación cada vez más desapegada de la cosa pública. En su lugar se ha optado por modificar la Constitución por la puerta de atrás: reformando los estatutos de autonomía aplicando la vieja estrategia de los hechos consumados. No hay Tribunal Constitucional que se atreva a derogar los aspectos esenciales de una Ley Orgánica aprobada por el Parlamento de la nación y sancionada posteriormente en referéndum por los ciudadanos, como es el caso del Estatut de Cataluña.

Y no es que la Constitución del 78 no necesite reformas. Todo lo contrario. Ahí van algunas sin ánimo de ser exhaustivos.

En primer lugar, el Estado debería recuperar competencias en materias como el urbanismo y el suelo, dos caras de una misma moneda que inexplicablemente los magistrados del Constitucional se encargaron de hurtar a la Administración general del Estado. Buena parte de los problemas de hoy proceden de aquella desdichada sentencia que de la noche a la mañana hizo a los municipios propietarios únicos de un bien de carácter general. Convirtiendo en papel mojado el artículo 47 de la Constitución, que establece la obligatoriedad de que los poderes públicos regulen “la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación”.

La Constitución, además, debería ser reformada para evitar que, por la vía de los hechos, se rompa la unidad del mercado interior, algo cada vez más frecuente por la hemorragia legislativa de los parlamentos regionales, que han convertido la unidad de mercado en un puzle con 17 casillas.

Hay que reformar, igualmente, el sistema electoral, ampliando el número de diputados para reforzar la proporcionalidad del sistema evitando la sobrerrepresentación de los partidos nacionalistas; pero, al mismo tiempo, garantizando listas abiertas que responsabilicen a los diputados y senadores de sus actos políticos. Y en este sentido, parece de otra época el texto constitucional que determina que los actos de los diputados son inviolables. El voto de los inmigrantes con al menos cinco años de estancia legal en España serviría, igualmente, para mejorar la calidad del sistema democrático, aunque sus países de origen no hayan suscrito tratados de reciprocidad. Los sujetos de los derechos cívicos son los ciudadanos y no los estados.

Educación obligatoria y gratuita desde los cero años

La reforma de la Constitución, de la misma manera, debería reforzar el papel coordinador del Estado en materia de Sanidad y de Educación, especificando que la enseñanza básica “obligatoria y gratuita” está garantizada desde los cero años, y no desde los tres años, como sucede ahora en términos reales. Tutelando de forma efectiva el funcionamiento del sistema sanitario, tal y como proclama la Carta Magna.

Habría que incluir, igualmente, la supresión de la figura del ‘instituto armado’ en clara referencia a la Guardia Civil, intensificando su integración con la Policía Nacional con el objetivo de maximizar su eficacia.

El tratamiento de la Corona es, sin lugar a dudas, uno de los más anacrónicos de la carta constitucional. Se entiende que a la salida del franquismo los constituyentes optaran por reforzar la figura del Rey como garante del sistema democrático. Pero 30 años después, la Corona debe ceñirse a su papel de símbolo de la unidad de España, lo que debería significar su alejamiento de las ‘cosas terrenales’. En particular, cediendo la jefatura de las Fuerzas Armadas al Presidente del Gobierno, máxima expresión del poder político. En esta línea, parece desfasado el artículo 56, que establece que la figura del Rey “es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”, una redacción, como se ve, de otro tiempo. Como el hecho de que se prefiera al varón antes que a la mujer en la línea sucesoria, el sapo que cada mañana se debe tragar Bibiana Aído, ministra de Igualdad.

La reforma más profunda de la Constitución, sin lugar a dudas, tiene que ver con el Título VIII, el mismo que regula el funcionamiento de las regiones. Pese a sus deficiencias manifiestas (como hasta los propios constituyentes reconocen), sirvió para arrancar el proceso autonómico, pero hoy está completamente superado por la realidad. Habría que partir de la situación actual para configurar un nuevo espacio de relaciones entre las regiones y la administración central, asegurando que se cumpla lo que establece el artículo 138, que determina -pásmense a la vista de los sistemas forales- que “las diferencias entre los Estatutos de las distintas Comunidades Autónomas no podrán implicar, en ningún caso, privilegios económicos o sociales”. ‘Toma del frasco, Carrasco’, que diría el clásico.

Las luchas fraticidas entre los partidos mayoritarios por colocar a sus adláteres podría mitigarse ampliando el plazo de permanencia de los magistrados del Constitucional a 15 años, frente a los 9 actuales; mientras que parece obvio que habría que establecer un sistema menos rígido para cambiar el texto constitucional, lo que desde luego no tiene nada que ver con recuperar el viejo vicio de los españoles de darse garrotazos esgrimiendo las leyes fundamentales. La rigidez en la reforma ha llegado al absurdo que una disposición derogatoria recuerda todavía que no son válidos ni el Fuero del Trabajo de 1938 ni el de los Españoles, de 1945. Como se ve, una antigualla histórica que la clase política se niega a reformar. ¿Por qué será?

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